Leer | Romanos 5:6-11
Ayer fue el Día de San Valentín, y muchas personas recibieron, tarjetas, regalos o palabras de afecto de amigos y familiares. Sin embargo, no importa lo tiernas que puedan ser nuestras expresiones de afecto, el amor humano es nada comparado con el divino amor de Jesús que Él mostró al morir en la cruz para salvarnos.
Jesús vivió una vida perfecta, sin pecado, y totalmente agradable a Dios. No hubo en Él ninguna injusticia que necesitara pagar (Ro. 3:23), pero nosotros sí; por tanto, hasta que el Salvador intervino, nuestro destino era la separación eterna de Dios. El Señor nos amó tanto que apartó voluntariamente Su divinidad para hacerse hombre y vivir entre aquellos cuyos corazones estaban lejos del Padre celestial. De hecho, vino a morir en favor de un mundo que le rechazó.
El pasaje de hoy habla del misterio de un inocente que muere en lugar de un culpable, y surge la pregunta de quién entre nosotros estaría dispuesto a recibir voluntariamente el castigo que merecería con justicia otra persona. Quizás lo haríamos por ayudar a una persona justa, pero Jesús estuvo dispuesto a morir por el culpable. Voluntariamente se convirtió en nuestro sustituto, soportando el castigo que merecíamos. La ira de Dios se derramó sobre Él por todos nuestros pecados.
El Salvador murió en la cruz para que pudiéramos ser parte de la familia de Dios y vivir con Él para siempre. Gracias al sacrificio de Jesús, nuestro estatus cambió de desconocidos a hijos de Dios, de enemigos a miembros amados, y de extraños a amigos. Ningún amor es más grande que ése. Jesús es realmente nuestro amoroso amigo.
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