Ha visto usted alguna vez un castillo de arena hecho con esmero? Es una de las experiencias más placenteras de un viaje a la playa, porque uno ve una hermosa obra de arte poco común. Todos los detalles son perfectos: las torres son rectas; las ventanas, iguales… y a veces se puede ver el contorno de los ladrillos de cada pared. El resultado final es admirable, rivalizando con la elegancia de las casas de los vecindarios más ricos del mundo.
Sin embargo, hay un problema que no se ve. A pesar de todo su esplendor, las horas de un castillo de arena están contadas. Desde el momento en que se coloca el primer grano de arena, usted puede tener la seguridad de que esa construcción en miniatura ha comenzado a quedar en el olvido. En cuestión de horas, los detalles serán destruidos. El viento, la lluvia, la marea y unos espectadores demasiado ávidos pueden destruir en segundos lo que llevó horas crear. Simplemente, una casa de arena no tiene ningún futuro.
A veces, la fe de un creyente es como un castillo de arena. Aunque todo se ve perfecto por fuera, la más leve presión de los elementos puede echarlo abajo. Un tropiezo inesperado, una palabra poco amable de una persona, un problema de salud o dinero… y la fe se vuelve escombros. ¿Cómo pudo ser posible eso?
Es que los fundamentos débiles producen una fe débil. Si su fe está centrada alrededor de su asistencia a la iglesia, su trabajo en el ministerio, a los programas de discipulado y en otras cosas al parecer “buenas”, entonces su castillo de arena se vendrá abajo. Sólo una fe construida sobre el sólido fundamento de Jesucristo, y sólo en Cristo, puede soportar los vientos de la adversidad.
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