Por el Hermano Pablo
Rut fue a su buzón de correo y encontró una sola carta. Antes de abrirla, notó que no tenía ningún sello postal sino sólo su nombre y dirección. La carta decía: «Querida Rut: Voy a estar en tu barrio el sábado por la tarde y quisiera verte. Con amor eterno, Jesucristo.»
Las manos le temblaban mientras ponía la carta en la mesa. «¿Por qué deseará Dios visitarme si no soy nadie especial? Y no tengo nada que ofrecerle.» Recordó su despensa vacía y pensó: «Debo ir al supermercado y comprar algo para la cena.» Rut tomó su cartera en la que tenía apenas cinco billetes, se puso el abrigo y salió corriendo. Compró un pan francés, media libra de jamón de pavo y una botella de leche. Se quedó con sólo doce centavos hasta el lunes. Pero se sentía satisfecha.
De vuelta a casa con su modesta compra bajo el brazo, escuchó una voz que le decía:
—Señorita, por favor, ¿puede ayudarnos?
Rut había estado tan absorta en sus planes para la cena que no había notado dos figuras acurrucadas en la acera: un hombre y una mujer, ambos vestidos de andrajos.
—Mire, señorita —insistió el hombre—, no tengo trabajo, y mi esposa y yo hemos estado viviendo en la calle. Estamos muertos de frío y de hambre. Si usted nos pudiera ayudar, se lo agradeceríamos mucho.
Rut los miró. Estaban sucios y apestaban. Si de veras querían trabajar, ya hubieran conseguido algún empleo. —Señor, me gustaría ayudarlos, pero yo también soy pobre. No tengo más que un poco de pan y jamón. Es lo que pensaba darle de comer a un invitado especial que viene a cenar conmigo esta noche. —Comprendo. Gracias de todos modos.
El hombre tomó del brazo a la mujer, y los dos se perdieron en el callejón. Al ver que se alejaban, Rut se sintió muy afligida. —¡Señor, espere! La pareja se detuvo, mientras ella se les acercaba corriendo.
—¿Por qué no toman esta comida? Puedo servirle otra cosa a mi invitado. —¡Que Dios se lo pague! —exclamó la mujer, agradecida, visiblemente temblando de frío. Rut se quitó el abrigo y le dijo: —Yo tengo otro abrigo en casa; ¿por qué no se pone éste?
En el camino a la casa Rut estaba sonriendo a pesar de que ya no tenía su abrigo ni la comida que había comprado. Pero al acercarse a su puerta se puso a pensar en que ya no tenía nada que ofrecerle al Señor, y se sintió desanimada.
Cuando metió la llave en la cerradura, notó que había otro sobre en el buzón. «Qué raro —pensó—. El cartero nunca viene dos veces el mismo día.» Intrigada, tomó el sobre y lo abrió:
«Querida Rut —decía—: Fue muy agradable verte de nuevo. Gracias por la comida y gracias también por el hermoso abrigo. Con amor eterno, Jesucristo.»
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