Para entender el verdadero alcance de la Bendición, debemos escudriñar su origen bíblico en el primer capítulo de Génesis. La Bendición aparece por primera vez en lo que considero un momento sin igual de la creación divina.
En los seis días que precedieron a la Bendición, Dios creó la Tierra por su Palabra. Él dijo: “¡Sea la luz!”, y fue la luz. A su voz de mando aparecieron en su lugar el sol, la luna, las estrellas y el mar. Las plantas, los animales y la vida marina surgieron por la Palabra de Dios.
Todo estaba preparado para la creación suprema: “Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal
que se arrastra sobre la tierra” (Gn 1:26).
En cuanto a mí, creo que en ese momento hubo silencio en todo el universo, mientras los ángeles y las huestes celestiales miraban y esperaban la aparición de un ser
semejante a Dios que estaba a punto de ser creado. Toda su atención se centró en aquel ser llamado “hombre”, a quien se le daría autoridad sobre la Tierra. ¿Cuál sería el aspecto de tal criatura? ¿Qué clase de poder tendría? ¿Qué obra le
encomendaría Dios?
Todos esos interrogantes quedaron resueltos al instante con lo que sucedió a continuación.
Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de
Dios lo creó; varón y hembra los creó. Y los bendijo
Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la
tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar,
en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se
mueven sobre la tierra (vv. 27–28).
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