El orgullo es engañoso. La persona orgullosa es a menudo la última que se entera de lo que hay en su corazón. Nuestra propia importancia nos hace desear ser el número uno. En vez de procurar ser mejores personas, estamos resueltos a ser mejores que los demás.
Para llegar a tener esa posición sobre los demás, constantemente estaremos apuntando hacia nosotros mismos como los mejores, y buscando la alabanza y los halagos de los demás. Muchas veces decidimos estar alrededor de personas importantes y apreciadas, pero tendemos a ignorar a los menos admirados. Esto es lo opuesto a la manera como Jesús trataba a las personas. Él mostró compasión hacia la mujer adúltera, pero se refirió a los fariseos como sepulcros blanqueados.
Mientras buscamos la prominencia exteriormente, nuestro espíritu se vuelve rebelde interiormente. Nos negamos a obedecer a Dios porque creemos saber más que Él.
Para dominar nuestra desobediencia y poner a nuestro orgullo bajo el control de Dios, tenemos que reconocer las partes específicas de nuestra vida que han sido afectadas. Al confesar esas áreas, damos el primer paso hacia el sometimiento porque volvemos a centrar nuestra atención en Dios. Debemos estar vigilantes contra una actitud de orgullo. Podemos eliminarla si recordamos lo que Dios ha hecho en nuestra vida, y de lo que Él nos salvó.
El orgullo nos llevará a compararnos con los demás. Encontraremos a alguien a quien podamos aventajar en logros, o en ropa, o en inteligencia, pero la persona con quien debemos compararnos es Jesucristo, y siempre encontraremos que no estamos a Su altura.
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