Publio Clodio Pulcro, uno de los caudillos de la última república romana, estaba perdidamente enamorado de Pompeya, la esposa del Cónsul Máximo. Al no hallar otro medio para acercarse a ella, recurrió a la treta de disfrazarse de mujer y asistir así, en casa del César, a la fiesta de la Diosa Buena, donde no podían entrar los hombres. Con todo, el enamorado galán fue descubierto, pero logró escapar. Cuando el César se enteró de lo sucedido, decidió no acusar a Pompeya de complicidad, como si ella de antemano supiera del asunto, sino repudiarla con palabras que habrían de hacerse proverbiales. «A la mujer del César —dijo— no le basta ser honrada, sino que además tiene que parecerlo.» De allí el refrán que dice: «No basta ser bueno, sino parecerlo.» 1
Esta anécdota de la insigne pluma del historiador Plutarco nos da a entender que se puede ser bueno y parecer malo, o ser malo y parecer bueno. Es decir, vale más lo que se percibe, que la realidad misma. Las impresiones que damos son tan poderosas que debemos tener sumo cuidado con ellas.
En cambio, a Dios nunca le han preocupado las apariencias porque conoce hasta las intenciones de nuestro corazón. Aquel que nos creó con esta naturaleza humana jamás ha necesitado investigar nuestro carácter ni examinar nuestros antecedentes penales. Jamás ha perdido el tiempo dudando de nuestra sinceridad ni percibiendo lo que no es, porque Él siempre percibe lo que es. ¡Él sólo percibe las cosas como son en realidad! Nos conoce al derecho y al revés. Él sabe si de veras somos buenos. Es más, sabe que no hay nadie bueno de por sí.
A un joven rico que lo trata de bueno, Jesús le pregunta por qué lo llama bueno, y además le dice que nadie es bueno sino sólo Dios. Lo que hace falta es abandonar toda noción de bondad personal y de riqueza propia. Sólo así se puede seguir a Cristo y contagiarse de la bondad divina. 2 Es decir, no hay nadie lo bastante bueno como para merecer la entrada al cielo. Por eso Dios nos concedió a todos entrar de la misma manera: mediante su bondad infinita, por la que dio su vida por el mundo pecador. Basta con que nos apropiemos de ese acto de bondad suprema con que nos salva. Así jamás tendremos que volver a preocuparnos por parecer buenos, porque sabremos que lo somos sólo por los méritos de Cristo, el Único que es bueno por naturaleza
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