El rey se encontraba en un verdadero dilema. Un advenedizo desconocido había matado al gigante filisteo y cada día obtenía más popularidad. De hecho, las mujeres literalmente cantaban: «Saúl hirió a sus miles, y David a sus diez miles» (vea 1 Samuel 18.6-9).
Enojado y humillado por su canción, el rey Saúl se lanzó en una campaña para borrar a David de la faz de la tierra. El inseguro rey fue implacable en su persecución, participando de repetidos intentos por asesinar al joven inocente a quien ahora veía como rival para su trono (1 S. 18–26). El estilo de vida de David se convirtió en el de un fugitivo mientras corría de un lugar a otro para escapar de la ira de Saúl.
¿Cuál era esta emoción que consumía y alimentaba las acciones de Saúl? Eran los celos, el temor a ser desplazado. Los celos lo consumían como el fuego. Estaba decidido a no descansar hasta haber eliminado la amenaza a su reino.
Podemos aprender del ejemplo de Saúl. Cuando intentamos destruir a alguien a quien consideramos una amenaza de cualquier tipo ―ya sea profesional, de relación o de otra índole― nos hemos embarcado en un curso que muy seguramente llegará a un callejón sin salida al cosechar los resultados de las semillas negativas que se plantaron. Saúl no tuvo éxito en matar a David. En cambio, él y todos sus hijos fueron asesinados en una batalla contra los filisteos (1 Samuel 31). Luego David se convirtió en rey de Israel de acuerdo con el plan soberano de Dios.
El plan soberano de Dios es un factor que debes recordar constantemente. Cuando los celos alzan su cabeza e intentan hacerte temer que vas a ser desplazados de cualquier manera o en cualquier circunstancia, debes aplastar esos pensamientos negativos con Salmos 16.5: « Jehová es la porción de mi herencia y de mi copa; tú sustentas mi suerte».
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